La mutua descalificación entre lo
público y lo privado es tal vez su más constante característica. La actuación
pública comprende mal a la iniciativa privada, y no es infrecuente que la
actuación privada se considere a sí misma mejor cualificada que la pública.
Cada una minusvalora y comprende mal los planteamientos de la otra.
Existe una sutil derivación
eclesiástica de esta eterna discusión. Lo eclesial se sitúa en general en el
campo de lo privado. Sus iniciativas –docentes, sanitarias, mediáticas, cualquier
tipo de presencia en la sociedad civil- deben abrirse paso frente al aparato
público, para conseguir autorizaciones, reconocimiento de derechos,
financiación, igualdad de trato, etc. Muy frecuentemente, la Iglesia se siente
quejosa de la inadecuada atención que sus derechos merecen de parte de la
autoridad civil. El principio de subsidiaridad es largamente reivindicado por
la Iglesia, por entender que no se permite -o se le ayuda poco- para ejercer
las funciones que no tiene por qué realizar siempre el Estado o no tiene por
qué realizar sólo el Estado.
Pero la sutil derivación
eclesiástica del problema es que, en el interior de la misma Iglesia, existe
también una cierta alternancia entre lo público
y lo privado. La Iglesia es toda la
comunidad de los fieles, el pueblo de
Dios completo, del que habló tan rotundamente el Concilio Vaticano II. Y en
el seno de la Iglesia está la Jerarquía –Papa, Obispos, Sacerdotes-, con la
misión de dirigir y apacentar al
Pueblo de Dios, de ejercer de autoridad para toda la comunidad de los
creyentes. Esta realidad determina que algunas instituciones y actividades
dependen directamente de la autoridad de la Iglesia, mientras que otras
dependen de las bases eclesiales o de las fuerzas religiosas consideradas por
el propio derecho canónico como autónomas o exentas.
Esta circunstancia explica que
existen realidades directa o inmediatamente dependientes de la autoridad de la Iglesia –una
diócesis, una parroquia, determinadas instituciones y actividades-, mientras
existen también otras realidades que sólo indirecta o mediatamente se encuentran bajo la
autoridad de la jerarquía de la Iglesia, como es la actividad docente o
asistencia directamente realizadas por las órdenes o congregaciones religiosas,
o cualquier tipo de actividad realizada por las asociaciones eclesiales o por miembros
personales de la Iglesia a título particular.
El recuerdo de la tensión entre lo
público y lo privado en la sociedad civil no se puede olvidar. También en la Iglesia
lo público considera que detenta
prácticamente todo el poder, que es el que representa lo oficial, que es el que
tiene que conceder las autorizaciones y trasmitir la misión eclesial, que sus instituciones y sus actuaciones
representan directamente a la Iglesia, mientras que las actuaciones
dependientes de las fuerzas privadas tienen
que estar de alguna manera dependientes de las públicas y tienen que
someterse en parte a sus directrices y a su preeminencia. Es una cuestión de auto y de hetero valoración, sobre todo. El derecho canónico distingue con
precisión todos estos campos de interferencia y contiene sutiles precisiones
como la exención de los religiosos o la diferente gradación vinculativa de las
asociaciones eclesiales. Pero, en la práctica, no son del todo infrecuentes que
los comportamientos y las actuaciones de los unos no satisfacen plenamente
a los otros, en ambos sentidos.
La Iglesia, que sufre las
consecuencias de ser entidad privada frente al poder público, se ve también
obligada a actuar -y de hecho actúa- como una entidad pública frente a las
iniciativas privadas eclesiales. Una doble función de la que se derivan
múltiples actuaciones y de la que se pueden recoger enseñanzas de todo tipo,
por ambas partes. Ejercer la doble función, situarse simultáneamente en ambos
campos, enseña mucho a todos.
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