domingo, 12 de junio de 2016

¿VOTAR AL MENOS MALO?


         
          De cometer “una barrabasada” me tachó un bajopseudónimo comunicante, en el pasado mes de mayo, por afirmar que la valoración hecha sobre el aborto no es el único criterio que hay que tener en cuenta a la hora de elegir partido al que votar: ¿Entonces, según usted, el hecho de llevar en un programa de un partido político cualquiera la liberación total del aborto no es absolutamente excluyente para un voto católico? Me resulta oportuno afirmar que eso es una barrabasada, amigo. Las opiniones se encienden, cuando se cruzan los afectos.

         Me sorprende ahora gratamente comprobar que los enfrentamientos y las incomprensiones actuales entre partidos y entre votantes -muy grandes, por cierto- resultan mucho menos virulentas que las que, en un pasado no muy lejano, enfrentaron a los católicos cuando surgió la teoría del mal menor. Me impresiona mucho lo que puede enseñar la historia, a este respecto **. Importa decir una palabra sobre aquellos enfrentamientos, por la luz que todavía arrojan sobre la situación electoral actual.

          Hay una afirmación reciente de la Iglesia, que hace poco más de un siglo no estaba nada clara. Es la frase: "La Iglesia no está ligada a sistema político alguno”, que el Concilio Vaticano II formulo en la Gaudium et spes (GS 76) y que los jerarcas suelen repetir en los tiempos de elecciones.  

          En la segunda mitad del siglo XIX, los integristas decían defender la opinión íntegra de la Iglesia. Los católicos por aquel entonces ya comenzaban a sentirse obligados a votar: la revista jesuita El Mensajero -ante unas elecciones de aquella época- exhortaba a participar porque el mundo, por desgracia en adelante, se ha de gobernar por medio de elecciones generales. Antes de sus posteriores y sucesivas desmembraciones, los católicos no tenían ninguna duda que tenían que votar al partido integrista, el que seguían todos los que defendían entonces a la Iglesia. Pronto llegaron las escisiones. Primero se separaron los carlistas, que cayeron en la cuenta de que su propuesta dinástica no podría prosperar y comenzaron a acercarse a los que defendían a los Borbones: los que todavía se mantenían como integristas los denigraron entonces como mestizos, por mezclarse con el enemigo y abandonar a los leales a la Iglesia. Después, en épocas de la plena Restauración borbónica, grupos crecientes comenzaron a no satanizar la palabra liberal. (En el momento actual, cuando la teoría liberal es defendida por la más rancia derecha, sorprende mucho conocer que, en los finales del XIX, los liberales eran los más avanzados, los que incluso unos años antes habían sido condenados por un documento oficial de la Iglesia). Además estaban los republicanos, mucho más distantes de las posturas eclesiales, entre los que proliferó mucho el comportamiento rabiosamente anticlerical.

Este intrincado conjunto es el que da pie al principio del mal menor. En unas elecciones de 1905, los jesuitas de Tortosa deciden ir a votar y hacerlo  -¡la gran novedad!-  no por un candidato integrista sino por uno que presentaban los liberales. Un comentario de entonces explica el por qué: “A veces será bueno votar a uno que algo tiene de bueno para evitar a otro que tiene mucho de malo, eligiendo lo que se nos presenta como menos malo en este caso; con esos votos no se busca la cooperación formal y positiva a un mal, sino evitar un daño mayor. Otro comentario de la época extiende el hecho y lo comenta más rotundamente: Por primera vez se ha visto en España que en Tortosa, Valencia y Barcelona, Obispos celosísimos e integérrimos y religiosos sapientísimos han ido a votar a un liberal no por su bella cara, sino a pesar de ella y de su liberalismo y para impedir que saliera triunfante uno de esos energúmenos clerófogos que aquí se llaman republicanos. Cunda el ejemplo”. Con leguaje menos desenfadado y más ponderado, dos sesudos artículos de la ya existente revista jesuita Razón y Fe explicaron y defendieron también la doctrina del mal menor, artículos sobre los que el entonces P. General de los jesuitas, el español Luis Martín, consiguió incluso una carta de apoyo del propio Papa Pío X –Inter católicos Hispaniae- declarando que: 1) en estos artículos no había nada reprobable; y 2) que no había por tanto motivo para seguir las disensiones sobre el tema.

          La madeja del cruce entre el siglo XIX y el XX resulta apasionante. El detalle es muy minucioso, plagado de fechas, de nombres, de circunstancias mínimamente diferentes. Sobresalen los líderes Ramón Nocedal, el gran patriarca del integrismo, que con su periódico El Siglo Futuro llegó a tener una influencia hoy del todo inconcebible, y, por el otro lado, Antonio Maura, el que fue atrayendo poco a poco los votos antes integristas hacia las parcelas del liberalismo conservador.  



¿Enseña algo todo esto? Creo que mucho. No sólo de la vida, la historia es también maestra de los votos. El voto ya se ha secularizado: no hay conexión obligada entre una opción y el voto de un católico, pues la Iglesia no está ligada a sistema político alguno. Es cierto que hay que votar con responsabilidad, intentando escoger al que más ayuda – o menos desayuda- al bien de los ciudadanos, especialmente de los más desprotegidos. También hoy surgen los escándalos –la inculpación de barrabasada sufrida por mi hace pocos días- cuando alguien preconiza el voto para el que otros tienen como absolutamente invotable, no merecedor de votos. Muchos necesitan tranquilizarse estos días porque puede ganar el que ellos consideran malo. El respeto a todos, y el diálogo con todos, debería ser la norma de conducta imperante. El principio del mal menor sigue siendo de utilidad.

** Tomo las citas literales y me baso en Manuel Revuelta, en su obra fundamental La Compañía de Jesús en la España contemporánea. Tomo II: Expansión en tiempos recios (1884-1906), Sal Terrae y otros, 1991, 1.365 páginas.