viernes, 31 de octubre de 2014

Los "muertos", los"difuntos", en su "día"

          Los palabra muertos tiene un sentido más fuerte que la expresión los difuntos. Los matices de las palabras. Muerto es más brutal, más directo y conectado  con la muerte, menos abierto a lo que puede haber después de este momento definitivo. ¿Día de los difuntos o día de los muertos?
 
          Siempre me ha impresionado el enorme sentido que para las grandes mayorías tiene el Día de los Difuntos. Los cementerios se inundan de personas que ni siquiera frecuentan los templos. Algunas personas más sensibilizadas se anticipan para limpiar los nichos y llevar flores o motivos ornamentales, no van una sola vez. Dolientes hay además que de forma periódica, cada semana, acuden al cementerio a visitar a sus parientes allí enterrados. El Día de los Difuntos, sin ser fiesta de precepto para la Iglesia católica ni festivo en el calendario civil, moviliza a mucha más gente que otras jornadas oficialmente festivas. Muchos se desplazan incluso a sus pueblos de origen, para no dejar de visitar a sus difuntos. El fasto de los antiguos cementerios -el San Miguel, en Málaga, es un buen ejemplo- despliega un muestrario variadísimo en los sepulcros, algunos auténticas obras de arte. El sentido popular de la muerte es incluso mayor en otras latitudes: en algún país sudamericano he visto que la gente va a los cementerios, con sus sillas portátiles y sus cestas de comida, como si fuesen a una playa o a un lugar en el campo, a pasar el día con sus difuntos. En la antigüedad, las pirámides son el ejemplo máximo del culto a los muertos. Siempre y en todas partes, la veneración a los muertos se constituye en un motivo importante y tremendamente popular.
 
         La muerte, desde luego, no es un elemento secundario. El hombre es un ser para la muerte, recordaba insistentemente la filosofía existencial. Es el momento más importante, aquel en el que desemboca toda la vida humana. La muerte da mucho que pensar, sobre todo si se ensancha la consideración a lo que hay más allá de la misma muerte. La muerte es una de las palabras más transcendentes, más definitorias, para el hombre que reflexiona sobre su completa realidad humana.  Algún pintor, como Valdés Leal, ha recogido todo el sentido barroco que reviste para el hombre la muerte. Hodie mihí, cras tibi (hoy me toca a mi, mañana a ti), se recordaba enfáticamente sobre la puerta de algunos cementerios: lo recuerdo concretamente en El Puerto de Santa María.
 
         No está siempre explícita la conexión entre la fuerte impresión que causa la muerte -origen de todas las manifestaciones populares-  y la concepción transcendente de la existencia posterior al acto de morir.  En la visión cristiana, la muerte es el origen de la vida, pues la auténtica vida para el creyente comienza con la muerte, que es la extensión a los humanos de la resurrección que tuvo Jesucristo. Sin la adhesión a esta verdad fundamental del cristianismo, San Pablo afirma tajantemente que vana es nuestra fe (1 Corintios 15,14). En muchos creyentes, la participación honda en la fe en la vida eterna va acompañada incluso de una implicación menor en los ritos funerarios, hasta el punto de que algunos no son partidarios de la visita a los cementerios, ni siquiera a las tumbas de sus parientes más cercanos. 
 
         En ocasiones, hay mucha simplificación al tratar el tema de la vida posterior a la muerte. Los no creyentes no la admiten, aunque acepten por supuesto que la memoria de los muertos siempre perdura. Los creyentes tienen que dar explicaciones complicadas para encajar la escatología intermedia, el tiempo entre la muerte de cada uno y la resurrección final, con el problema derivado de justificar el purgatorio y  la oración por los difuntos. La extensión generalizada de las incineraciones y la proliferación de los columbarios elimina muchas concepciones simplistas sobre la vida posterior a la muerte. La creencia en la resurrección nunca deberá ser simplificada y siempre requerirá la intervención de la fe.  
 
          Con o sin visita a los cementerios, el Día de los difuntos siempre supone una invitación a la reflexión sobre el gran tema de la muerte.
 
         
 
  
 
         

sábado, 18 de octubre de 2014

DOMUND, ¿todavía?

         El antiguo principio "Fuera de la Iglesia no hay salvación" ha dejado de tener una aplicación literal, después del Concilio Vaticano II. Con buena disposición interior hay mucha gente que se puede "salvar", también fuera de la Iglesia católica. ¿Destruye esto el sentido del DOMUND, la tradicional jornada de la Iglesia para recordar y ayudar la tarea de los misioneros?
 
          La palabra misionero tiene una antigua acepción, que alguno puede tener tal vez todavía, del sacerdote con sotana blanca y con luenga barba, que bautiza a personas de otras razas, negras o amarillas. Sin llegar a una imagen tan estereotipada, puede ser más común la idea del sacerdote o las religiosas que, desde tierras cristianas, se van a países lejanos para llevar el mensaje de la fe cristiana a los que no la poseen.
 
          Esta concepción del misionero tiene todavía que ser retocada o ampliada, teniendo en cuenta determinados hechos más recientes. Por lo pronto, los misioneros no son sólo los curas y las monjas, los religiosos y religiosas, puesto que abundan también los misioneros seglares, las personas laicas que se van a países lejanos dinamizados por su fe cristiana. Pero además, y esto es aún más convulsivo, florecen actualmente los voluntarios, los miembros del creciente número de ONGs, que se van a colaborar en países menos desarrollados, impulsados en estas ocasiones por sentimientos sólo de solidaridad humana. Existen ONGs muy difundidas, conocidas por todos, como "médicos mundi", "periodistas o médicos sin fronteras", por supuesto "Cruz Roja", más los representantes de ONGs menos conocidas, secuestrados durante semanas o meses, que vuelven en ocasiones felizmente asus países de origen y que otras veces son vilmente asesinados en un desierto...  El sentido de la palabra misionero se ha extendido mucho, hasta cubrir a todos los que acuden a un país de menos nivel económico que el propio por causas humanitarias, en la mayoría de los casos sin relación ya alguna con las ideas religiosas.
 
         Todo esto en personas que acuden a estos cometidos como voluntarios, sin ninguna o con muy escasa gratificación económica, siempre por debajo del nivel que podrían tener en su propio país. Más allá, esta también la categoría de los cooperantes, el grupo de los privilegiados que son enviados a países menos desarrollados para ejercer servicios pagados por los gobiernos de los países ricos o por ONGs de economías muy potentes: en un viaje ya lejano, pude tomar contacto con la colonia de cooperantes que existía en Guinea Ecuatorial, el grupo de enviados por el gobierno español con muy altos sueldos y viviendo allí en condiciones de vida muy superiores a la de toda la población de aquel país todavía poco desarrollado.   
 
          La evolución de la misma palabra misionero y el acortamiento de distancias en el mundo globalizado actual, que ha disminuido mucho la trascendencia de un viaje a pun país lejano,  han traído como consecuencia el que el ir a un país extraño, incluso subdesarrollado, no impresione hoy tanto como como en un pasado aun no muy remoto.
 
         En ambientes agresivamente anticatólicos, se mantiene si embargo, un cierto ambiente hostil ante los misioneros. La reciente discusión española sobre si estaba o no justificado el repatriar a dos misioneros  afectados por el ébola, negando o ironizando sobre un derecho que a  cualquier otro cooperante laico español se le hubiese considerado plenamente legítimo -ha tenido que intervenir el Ministro de Asuntos Exteriores para defender que el hecho estuvo justificado-, pone de manifiesto que la simpatía hacia los misioneros no está ya extendida en todos los ambientes y personas.
 
          El misionero, con todo, sigue  siendo un personaje que sigue mereciendo ser considerado como muy positivo. Ya no es acudir con prisas porque si no se bautizan no se salvan, pero si demuestran siempre una generosidad en el servicio a los más necesitados -también los misioneros o los voluntarios laicos que acuden a países menos desarrollados con escasa o nula gratificación-, que se convierten en figuras representativas de la solidaridad más humanitaria.
 
         Pero el misionero, además, ofrece a los creyentes un ejemplo contundente del valor que prestan a su personal fe cristiana. No se van ya a las misiones porque -si ellos no actúan- los indígenas se van a condenar, sino por el valor muy positivo que otorgan al regalo que para todos es la participación en la fe cristiana. Ya no hay que obligar ni siquiera demostrar apodícticamente la propia verdad, pero sí ofrecer con intensidad y convencimiento el testimonio de la fe cristiana. El misionero da testimonio de algo que personalmente valora mucho, no sólo con palabras y catequesis sino sobre todo en acciones y promociones solidarias, dejando claro que vive y considera bueno aquello que le mueve a trabajar como de hecho él lo hace. Me admiran los misioneros que ni siquiera pueden hablar o hacer proselitismo de su fe -como alguno que conozco personalmente dentro de contextos rigurosamente islámicos-, pero que demuestran con obras que su fe les impulsa a dejar su propio país y a vivir en condiciones culturales, económicas y aún religiosas, mucho menos privilegiadas de las que podrían disfrutar si hubiesen permanecido en España. El misionero, por ello, sigue siendo ejemplar y digno de admiración y alabanza.
 
         DOMUND, ¿todavía? Sí, también en el tiempo presente  los que dejan su cálido contexto cercano para dar testimonio de su fe en medios mucho menos gratificantes merecen nuestro recuerdo agradecido y nuestra colaboración más generosa. Al menos, así lo siento en este día, en toda esta semana, en que la Iglesia católica celebra el DOMUND.        
 

domingo, 12 de octubre de 2014

INCOMPRENSIÓN CATALUñA-ESPAñA Y ESPAñA-CATALUñA


            La incomprensión entre las personas que viven en Cataluña y todos los que vivimos en el resto de España es ya el hecho más evidente y tal más grave de todo lo que está ocurriendo en torno a este lamentable asunto. Sea cual sea el final al que se llegue –todavía incierto, a un mes ya escaso de la fecha marcada para el desenlace de esta larga historia-, la incomprensión entre unos y otros es ya un hecho cuajado y evidente, que va a perdurar además en cualquiera de las soluciones  a las que ahora se pueda llegar.
            Estoy muy convencido, y quiero resaltarlo ahora, que lo peor que está ocurriendo es que ni los catalanes que están protagonizando esta batalla ni el resto de los españoles estamos ya capacitados para comprendernos los unos a los otros, para entender las razones que los otros tienen para la defensa de sus propias posturas. Se ha llegado ya a una situación en la que la comprensión de la postura ajena resulta ya imposible, pues existe el convencimiento de que las posturas ajenas son incomprensibles, indefendibles y hasta demenciales. La incomprensión del otro ha conducido -¡y es lo triste!- a la agresividad frente a las posturas contrarias, pasando claramente del no entender hasta el criticar y condenar, incluso con tonos indignados, violentos y agresivos.
 

            Me encuentro en el sector no catalán, y me resulta muy difícil -o no me resulta posible- comprender las razones que puedan tener los catalanes para situarse en las posturas que ahora protagonizan. No comprendo que no entiendan la prohibición de la Constitución a que una parte de España decida sobre lo que afecta a todos los españoles. No comprendo cómo prefieren situarse al margen o en frente de la Constitución. No comprendo su ceguera ante las que me parecen inevitables derivaciones  económicas de su proceso independentista. Resulta muy evidente que los catalanes soberanistas, en la actualidad, no entienden el parecer que es común entre los españoles… y entre los propios catalanes que no son soberanistas. La incomprensión de los otros es absoluta.

             Lo malo es que la constatación anterior se hace simultánea con comprender que en el resto de España no entendemos nada de la problemática peculiar de Cataluña. La agresividad que provoca el comportamiento catalán  no permite comprender que Cataluña reúne unas condiciones muy diferenciadas del resto de los españolas, que el hecho de que la totalidad de la población hable siempre el catalán no tiene por qué ofendernos a los que hablamos el castellano, que el desear una mayor independencia -o la independencia- no es todavía un delito. Constato, sin embargo, que los comportamientos catalanes producen a mi alrededor posturas irracionales y agresivas: increpar ineducadamente a sus dirigentes, cambiar de canal cuando la TV habla del tema, negarse a ver un partido de futbol del Barsa, considerar justificado el no comprar productos catalanes como venganza… En el sector español detecto posturas tan cerriles como las que estimo que se dan entre los catalanes. Así, la mutua comprensión se hace imposible.

            A la actual situación de mutua incomprensión dicen todos que se ha llegado porque el análisis del tema no se realiza desde la razón sino desde los sentimientos, que son prácticamente ingobernables. En un medio puramente catalán (en Google: CJ El blog de Cristianisme i Justícia), he leído un interesante diálogo desarrollado entre el teólogo José Ignacio González Faus y un para mí desconocido Jaume Botey. Faus había escrito Después de la diada, con algunas muy rebajadas matizaciones al proceso embalado catalanista, y su interlocutor responde con un larguísimo escrito para explicar la peculiaridad del  procés” catalán.  Coinciden en que el asunto tiene una muy difícil  –o ninguna- solución. El testimonio tan negro de González Faus me ha dado mucho que pensar:Las sensibilidades exacerbadas, hieren a su vez las sensibilidades del lado opuesto, acabando en esa estéril pugna de quién empezó. Creo que ahí estamos hoy. Los “posicionados” de ambos lados que lean estas líneas me aplaudirán cuando critico al otro, pero dirán que no entiendo nada cuando les critico a ellos. Por eso me parecen inútiles las apelaciones al diálogo: hoy por hoy, el único diálogo que cabe en este problema y en este país son monólogos que gritan, tratando sólo de que triunfe su versión. Pero diálogo significa precisamente “dejarse atravesar por la razón del otro” (dia-logos, para quien tenga alguna noción de griego)”.


             En la mutua incomprensión esta lo peor del problema, lo que subsistirá incluso cuando al tema se le dé, dentro de pocos días, la solución que se le quiera o se le pueda dar.

 

 

 

domingo, 5 de octubre de 2014

LA SEDUCCIÓN DE CARLOS DE FOUCAULD. Una reciente "autobiografía", de Pablo d´Ors

           Carlos de Foucauld es uno de los personajes más atractivos de la reciente historia eclesial. Se ha publicado ahora una biografía sobre este personaje, que merece un mínimo comentario.
 
          Pablo d´Ors, el autor de esta peculiar biografía, es también un personaje singular. Nieto del bien conocido autor noventacentista Eugenio D'Ors, tiene una obra escrita -ya una docena larga de títulos- que emula a la de su abuelo, en variedad de estilos y en calidad acreditada. Antes religioso claretiano y ahora sacerdote secular que ejerce como capellán en un hospital de Madrid, ha penetrado en las honduras de la oración contemplativa y sorprende a todos por la extensa difusión de sus novelas y ensayos, publicados en las editoriales españolas más prestigiadas. La peculiar biografía de Carlos de Foucauld está escrita en forma de autobiografía y ha sido publicada en 2013 por la colección Narrativa Contemporánea de la Editorial PRE-TEXTOS. 
 
          Organizada en ocho extensos capítulos, la autobiografía recorre las variadísimas etapas de la vida de Carlos de Foucauld, desde su privilegiada infancia y juventud, como Vizconde de Foucauld, su ingreso en la Academia militar francesa, su primera estancia en Marruecos, periodo en el que llega a escribir una importante obra geográfica-cartográfica-histórica Recordando a Marruecos, para recorrer después todas las sorprendentes etapas que vive desde su conversión: novicio y monje trapense; estudiante en la Universidad Gregoriana de Roma; jardinero de unas monjas clarisas, en una prolongada estancia en Nazaret, compatibilizada con un apasionado estudio de la figura histórica de Jesús y su entorno; ordenado al fin sacerdote, pero solo para vivir un largo periodo como ermitaño en el Sahara y pasar después  hasta el final de su vida en los puntos más alejados del desierto africano, en parte como capellán de los destacamentos militares franceses y sobre todo como ermitaño  y soñador de una vida religiosa -la de los Hermanitos y Hermanitas de Jesús- que él no llegó nunca a ver completamente realizada.
 
          A pesar de esta vida trepidante -sólo esbozada-, la biografía de Carlos de Foucauld escrita por Pablo d'Ors no es de ninguna manera un libro de aventuras. El libro lleva por título El olvido de sí y, aunque el subtítulo sea Una aventura cristiana, la única aventura en la que se centra la atención es en la interior del personaje, pues toda la obra no es más que un buceo constante y profundo en lo que vive y siente  el personaje en los distintos momentos de su vida. Lo que más me ha sorprendido de esta obra es la capacidad de penetración  que posee en los entresijos de la vida de Carlos de Foucauld, con intuiciones profundas y certeramente expresadas sobre lo que es su interior humano y espiritual, a lo largo de una vida tan variada y dispersa, pero al mismo tiempo que tan simple, pues, aunque los periodos son muy heterogéneos, son también muy largos y en ellos no pasa además prácticamente nada. 
 
          Después de la lectura completa, lo que más me intriga de la obra es el conocer cuánto hay de Pablo D'Ors y cuánto hay de Carlos de Foucauld en los interminables y apasionantes soliloquios que atraviesan toda la Autobiografía, pues están puestos siempre obviamente en la boca y en la pluma de Carlos de Foucauld, pero sorprende mucho que él llegara a tantas y tan bien expresadas manifestaciones de sus estados interiores.
 
          Personalmente, a la obra le doy la máxima calificación, porque me ha satisfecho enormemente. A todos, además,  la recomiendo, por la seducción tan fuerte de la figura de Carlos de Foucauld y por lo bien que ha sabido recogerlo y expresarlo Pablo D'Ors. Una obra, por tanto, del todo recomendable.