sábado, 18 de octubre de 2014

DOMUND, ¿todavía?

         El antiguo principio "Fuera de la Iglesia no hay salvación" ha dejado de tener una aplicación literal, después del Concilio Vaticano II. Con buena disposición interior hay mucha gente que se puede "salvar", también fuera de la Iglesia católica. ¿Destruye esto el sentido del DOMUND, la tradicional jornada de la Iglesia para recordar y ayudar la tarea de los misioneros?
 
          La palabra misionero tiene una antigua acepción, que alguno puede tener tal vez todavía, del sacerdote con sotana blanca y con luenga barba, que bautiza a personas de otras razas, negras o amarillas. Sin llegar a una imagen tan estereotipada, puede ser más común la idea del sacerdote o las religiosas que, desde tierras cristianas, se van a países lejanos para llevar el mensaje de la fe cristiana a los que no la poseen.
 
          Esta concepción del misionero tiene todavía que ser retocada o ampliada, teniendo en cuenta determinados hechos más recientes. Por lo pronto, los misioneros no son sólo los curas y las monjas, los religiosos y religiosas, puesto que abundan también los misioneros seglares, las personas laicas que se van a países lejanos dinamizados por su fe cristiana. Pero además, y esto es aún más convulsivo, florecen actualmente los voluntarios, los miembros del creciente número de ONGs, que se van a colaborar en países menos desarrollados, impulsados en estas ocasiones por sentimientos sólo de solidaridad humana. Existen ONGs muy difundidas, conocidas por todos, como "médicos mundi", "periodistas o médicos sin fronteras", por supuesto "Cruz Roja", más los representantes de ONGs menos conocidas, secuestrados durante semanas o meses, que vuelven en ocasiones felizmente asus países de origen y que otras veces son vilmente asesinados en un desierto...  El sentido de la palabra misionero se ha extendido mucho, hasta cubrir a todos los que acuden a un país de menos nivel económico que el propio por causas humanitarias, en la mayoría de los casos sin relación ya alguna con las ideas religiosas.
 
         Todo esto en personas que acuden a estos cometidos como voluntarios, sin ninguna o con muy escasa gratificación económica, siempre por debajo del nivel que podrían tener en su propio país. Más allá, esta también la categoría de los cooperantes, el grupo de los privilegiados que son enviados a países menos desarrollados para ejercer servicios pagados por los gobiernos de los países ricos o por ONGs de economías muy potentes: en un viaje ya lejano, pude tomar contacto con la colonia de cooperantes que existía en Guinea Ecuatorial, el grupo de enviados por el gobierno español con muy altos sueldos y viviendo allí en condiciones de vida muy superiores a la de toda la población de aquel país todavía poco desarrollado.   
 
          La evolución de la misma palabra misionero y el acortamiento de distancias en el mundo globalizado actual, que ha disminuido mucho la trascendencia de un viaje a pun país lejano,  han traído como consecuencia el que el ir a un país extraño, incluso subdesarrollado, no impresione hoy tanto como como en un pasado aun no muy remoto.
 
         En ambientes agresivamente anticatólicos, se mantiene si embargo, un cierto ambiente hostil ante los misioneros. La reciente discusión española sobre si estaba o no justificado el repatriar a dos misioneros  afectados por el ébola, negando o ironizando sobre un derecho que a  cualquier otro cooperante laico español se le hubiese considerado plenamente legítimo -ha tenido que intervenir el Ministro de Asuntos Exteriores para defender que el hecho estuvo justificado-, pone de manifiesto que la simpatía hacia los misioneros no está ya extendida en todos los ambientes y personas.
 
          El misionero, con todo, sigue  siendo un personaje que sigue mereciendo ser considerado como muy positivo. Ya no es acudir con prisas porque si no se bautizan no se salvan, pero si demuestran siempre una generosidad en el servicio a los más necesitados -también los misioneros o los voluntarios laicos que acuden a países menos desarrollados con escasa o nula gratificación-, que se convierten en figuras representativas de la solidaridad más humanitaria.
 
         Pero el misionero, además, ofrece a los creyentes un ejemplo contundente del valor que prestan a su personal fe cristiana. No se van ya a las misiones porque -si ellos no actúan- los indígenas se van a condenar, sino por el valor muy positivo que otorgan al regalo que para todos es la participación en la fe cristiana. Ya no hay que obligar ni siquiera demostrar apodícticamente la propia verdad, pero sí ofrecer con intensidad y convencimiento el testimonio de la fe cristiana. El misionero da testimonio de algo que personalmente valora mucho, no sólo con palabras y catequesis sino sobre todo en acciones y promociones solidarias, dejando claro que vive y considera bueno aquello que le mueve a trabajar como de hecho él lo hace. Me admiran los misioneros que ni siquiera pueden hablar o hacer proselitismo de su fe -como alguno que conozco personalmente dentro de contextos rigurosamente islámicos-, pero que demuestran con obras que su fe les impulsa a dejar su propio país y a vivir en condiciones culturales, económicas y aún religiosas, mucho menos privilegiadas de las que podrían disfrutar si hubiesen permanecido en España. El misionero, por ello, sigue siendo ejemplar y digno de admiración y alabanza.
 
         DOMUND, ¿todavía? Sí, también en el tiempo presente  los que dejan su cálido contexto cercano para dar testimonio de su fe en medios mucho menos gratificantes merecen nuestro recuerdo agradecido y nuestra colaboración más generosa. Al menos, así lo siento en este día, en toda esta semana, en que la Iglesia católica celebra el DOMUND.        
 

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