lunes, 28 de octubre de 2013

¡Qué pesadez! ¡Qué hartazgo!

          La vida pública española se repite, parece que tiene ciclos reiterativos. Tal vez contribuya la edad, pero parece que las noticias ya han ocurrido y que los tonos se repiten de situaciones anteriores.
          La llegada de la economía española al mágico 0,1 por ciento de crecimiento está produciendo una ardiente discusión muy semejante a la que ya tuvo la llegada de la crisis.
         Cuando las cosas empezaron a ir mal en economía, el entonces Presidente Rodríguez Zapatero trató hasta lo inconcebible de no darse por enterado del mal tiempo que hacía. Resultaba hasta cómico observar los equilibrios semánticos que hacía para evitar la palabra crisis. Luego, cuando amagó un ligero rebrote económico, vino la también cómica discusión sobre los supuestos brotes verdes, sobre si había o no motivos para cierta satisfacción por el declinar de los hechos. En aquel entonces, la oposición conjugó por activa y por pasiva, hasta la extenuación, la palabra maldita crisis, mientras que el gobierno defendía numantinamente las posturas contrarias. Los periódicos y todos los restantes medios se alinearon -disciplinadamente- a favor o en contra del gobierno, y el ambiente se hizo ya insoportable por fétido.
          Con el gobierno de derechas que ha sucedido al de Zapatero está ocurriendo ya igual. Primero fue la polémica sobre si iba a haber -después, si había habido- rescate, otra palabra convertida en maldita, ahora por el gobierno de Rajoy, y empleada hasta la saciedad por los representantes de la nueva oposición. Los medios de comunicación, con disciplina más que militar, cada cual en las posturas que todos esperaban de ellos.  
          Ahora, la llegada al 0,1 por ciento de crecimiento económico está provocando una discusión ambiental exactamente enfrentada como las anteriores. Los miembros del gobierno hacen equilibrios para no hablar de nuevo de brotes verdes. Habla el ministro Montoro de que hemos llegado al final del túnel, pero sin haber salido aún de él. Prefiere el ministro De Guindos la expresión primer paso, para hablar del inicio de la recuperación. Rajoy ya se ha lanzado a hablar de recuperación, aunque matice que la crisis no se ha acabado todavía. Y la oposición, obviamente, se sitúa en las antípodas, convierte en maldita ahora la palabra recuperación, destaca ampulosamente los signos inequívocos de que la crisis aún no se ha acabado y que el panorama económico no es aún nada halagüeño. Más de veinte años, le he oído hoy decir a Rubalcaba que serán necesarios para que la economía remonte de verdad.
         Y otra vez estamos en el espectáculo bochornoso que nos están ofreciendo los medios de comunicación social. ABC, La Razón y la COPE destacando los signos de bienestar que arrastra la llegada milimétrica al 0,1 por ciento, mientras que El País y la SER no admiten el uso del término recuperación y destacan implacablemente la evidente permanencia de la crisis: la mejora de la ocupación en el tercer trimestre no debe confundirse con una recuperación, es el subtitulo de un artículo editorial de El País, y hasta de trileros he visto que tachan en otro artículo a los que resaltan los para ellos incipientes signos de bienestar. Cada medio en su sitio, con férrea disciplina prusiana.
          Estoy muy distante de ser un experto económico, y el tema me interesa sobre todo desde la curiosidad por la sociedad y por los comportamientos de los medios de comunicación. Me sorprende la falta de escucha de las opiniones contrarias, el enrocamiento en las propias posturas sin querer mirar para nada al resto del tablero, el empecinamiento en la propias opiniones sin el más mínimo esfuerzo por descubrir las posibles razones existentes en el parecer de los otros. Por esto me sale de dentro el duro comentario: ¡Qué pesadez!, ¡Qué hartazgo!  Desea uno respirar aires un poco menos viciados, algo más puros.     

domingo, 20 de octubre de 2013

DERIVACIÓN ECLESIÁSTICA DE LA TENSIÓN PÚBLICO/PRIVADO


            La mutua descalificación entre lo público y lo privado es tal vez su más constante característica. La actuación pública comprende mal a la iniciativa privada, y no es infrecuente que la actuación privada se considere a sí misma mejor cualificada que la pública. Cada una minusvalora y comprende mal los planteamientos de la otra.

            Existe una sutil derivación eclesiástica de esta eterna discusión. Lo eclesial se sitúa en general en el campo de lo privado. Sus iniciativas –docentes, sanitarias, mediáticas, cualquier tipo de presencia en la sociedad civil- deben abrirse paso frente al aparato público, para conseguir autorizaciones, reconocimiento de derechos, financiación, igualdad de trato, etc. Muy frecuentemente, la Iglesia se siente quejosa de la inadecuada atención que sus derechos merecen de parte de la autoridad civil. El principio de subsidiaridad es largamente reivindicado por la Iglesia, por entender que no se permite -o se le ayuda poco- para ejercer las funciones que no tiene por qué realizar siempre el Estado o no tiene por qué realizar sólo el Estado.

            Pero la sutil derivación eclesiástica del problema es que, en el interior de la misma Iglesia, existe también una cierta alternancia entre lo público y lo privado. La Iglesia es toda la comunidad de los fieles, el pueblo de Dios completo, del que habló tan rotundamente el Concilio Vaticano II. Y en el seno de la Iglesia está la Jerarquía –Papa, Obispos, Sacerdotes-, con la misión de dirigir y apacentar al Pueblo de Dios, de ejercer de autoridad para toda la comunidad de los creyentes. Esta realidad determina que algunas instituciones y actividades dependen directamente de la autoridad de la Iglesia, mientras que otras dependen de las bases eclesiales o de las fuerzas religiosas consideradas por el propio derecho canónico como autónomas o exentas.

            Esta circunstancia explica que existen realidades directa o inmediatamente dependientes de la autoridad de la Iglesia –una diócesis, una parroquia, determinadas instituciones y actividades-, mientras existen también otras realidades que sólo indirecta o mediatamente se encuentran bajo la autoridad de la jerarquía de la Iglesia, como es la actividad docente o asistencia directamente realizadas por las órdenes o congregaciones religiosas, o cualquier tipo de actividad realizada por las asociaciones eclesiales o por miembros personales de la Iglesia a título particular.

            El recuerdo de la tensión entre lo público y lo privado en la sociedad civil no se puede olvidar. También en la Iglesia lo público considera que detenta prácticamente todo el poder, que es el que representa lo oficial, que es el que tiene que conceder las autorizaciones y trasmitir la misión eclesial, que sus instituciones y sus actuaciones representan directamente a la Iglesia, mientras que las actuaciones dependientes de las fuerzas privadas tienen que estar de alguna manera dependientes de las públicas y tienen  que someterse en parte a sus directrices y a su preeminencia. Es una cuestión de auto y de hetero valoración, sobre todo. El derecho canónico distingue con precisión todos estos campos de interferencia y contiene sutiles precisiones como la exención de los religiosos o la diferente gradación vinculativa de las asociaciones eclesiales. Pero, en la práctica, no son del todo infrecuentes que los comportamientos y las actuaciones de los unos no satisfacen plenamente a los otros, en ambos sentidos.

            La Iglesia, que sufre las consecuencias de ser entidad privada frente al poder público, se ve también obligada a actuar -y de hecho actúa- como una entidad pública frente a las iniciativas privadas eclesiales. Una doble función de la que se derivan múltiples actuaciones y de la que se pueden recoger enseñanzas de todo tipo, por ambas partes. Ejercer la doble función, situarse simultáneamente en ambos campos, enseña mucho a todos.

domingo, 13 de octubre de 2013

PÚBLICO Y PRIVADO, SIEMPRE EN DISCORDIA

      La concepción de lo público y lo privado se presta a muchas interpretaciones y a múltiples desavenencias. Diré algunas.
          He vivido más la oposición y el enfrentamiento entre lo público y lo privado en el campo de la enseñanza. Los centros públicos, tanto universitarios como no universitarios, se sienten fuertes ante los centros privados. Los públicos son los que buscan el bien de todos, la atención indiscriminada a los pobres, el servicio siempre gratuito y desinteresado, la presencia en los sitios en los que no se suelen establecer los centros privados. Son una serie de prerrogativas que los enaltecen y les permiten mirar con cierta arrogancia -en ocasiones, desprecio- a los centros privados. La oferta pública desearía cubrir todo el campo, hacer innecesaria a la oferta privada. A este respecto, tengo recuerdos personales del momento en el que se estaba generalizando la enseñanza infantil en Andalucía (de 3 a 5 años), y la entonces Consejería de Educación, frente a la presión de los privados que la querían también implantar de forma concertada=gratuita, repetía hasta la saciedad que, antes de atender a la enseñanza privada, había que completar la red pública; esto es, se difería la implantación de enseñanza infantil concertada y gratuita hasta el momento que el establecimiento completo de la red pública hiciese innecesaria la oferta privada. La actual eliminación de ciertas unidades concertadas en el presente curso, aunque ya no me encuentro directamente implicado en el tema, creo que responde a la misma filosofía: como la oferta pública es capaz de atender a estos niños, se suprime la oferta privada.
         La otra cara de la moneda siempre ha sido que, contando con menos medios, la enseñanza privada concertada siempre ha gozado de las preferencias de los padres de los alumnos, a la hora de elegir centro para sus hijos. La dotación pública de los centros concertados se cifraba, en los años en los que estaba directamente metido en estos asuntos, en alrededor del 75 por ciento de la que percibían los centros públicos. Con menos medios, mejor resultado.
         Sé que el asunto es mucho más complejo. Que la enseñanza concertada dispone de medios no cuantificados económicamente, como el lugar donde se encuentra implantado el centro, la extracción social del alumnado medio, el régimen laboral del profesorado, la aportación ocasional de los padres, etc, que no permiten sacar conclusiones muy simplistas de la comparación entre los centros públicos y los privados. También es obligado tener en cuenta que la generalización es engañosa y conduce a conclusiones inexactas, pues ni los centros públicos son todos iguales, cuentan con idénticas preferencias de los padres, no los centros concertados cuentan con los mismos medios económicos y ambientales. Las comparaciones generalizadas se prestan siempre al error y a las injustas apreciaciones.
          Resulta imposible entrar en matices. Aún evitando al generalizaciones abusivas, resulta claro que existen diferencias, si se tienen en cuenta la rasgos apuntados. Me quedo con que no es adecuada la mutua desvaloración, y menos los no infrecuentes menosprecios. No es justo tampoco que la red pública pretenda la exclusividad, el estrechamiento de las condiciones de posibilidad de la red privada. Tampoco resulta adecuado que la red privada no cuente con los imponderables medios no económicos que la diferencian. 
       Lo público y los privado deberían simultáneamente buscar el bien común, cada uno con sus diferencias y sus procedimientos, sin descalificaciones radicales del otro.
          El tema se presta a seguir tratándolo otro día. Ahora sólo indico que en el momento actual, en el trasfondo, la discusión sobre el tema es álgida con una nueva ley de educación situada sobre la mesa parlamentaria y con las prolongadas discusiones sobre la no tal vez bien denominada privatización de los centros sanitarios madrileños. La discusión sobre lo público y lo privado apasiona mucho y raramente se aborda con ecuanimidad.