domingo, 20 de octubre de 2013

DERIVACIÓN ECLESIÁSTICA DE LA TENSIÓN PÚBLICO/PRIVADO


            La mutua descalificación entre lo público y lo privado es tal vez su más constante característica. La actuación pública comprende mal a la iniciativa privada, y no es infrecuente que la actuación privada se considere a sí misma mejor cualificada que la pública. Cada una minusvalora y comprende mal los planteamientos de la otra.

            Existe una sutil derivación eclesiástica de esta eterna discusión. Lo eclesial se sitúa en general en el campo de lo privado. Sus iniciativas –docentes, sanitarias, mediáticas, cualquier tipo de presencia en la sociedad civil- deben abrirse paso frente al aparato público, para conseguir autorizaciones, reconocimiento de derechos, financiación, igualdad de trato, etc. Muy frecuentemente, la Iglesia se siente quejosa de la inadecuada atención que sus derechos merecen de parte de la autoridad civil. El principio de subsidiaridad es largamente reivindicado por la Iglesia, por entender que no se permite -o se le ayuda poco- para ejercer las funciones que no tiene por qué realizar siempre el Estado o no tiene por qué realizar sólo el Estado.

            Pero la sutil derivación eclesiástica del problema es que, en el interior de la misma Iglesia, existe también una cierta alternancia entre lo público y lo privado. La Iglesia es toda la comunidad de los fieles, el pueblo de Dios completo, del que habló tan rotundamente el Concilio Vaticano II. Y en el seno de la Iglesia está la Jerarquía –Papa, Obispos, Sacerdotes-, con la misión de dirigir y apacentar al Pueblo de Dios, de ejercer de autoridad para toda la comunidad de los creyentes. Esta realidad determina que algunas instituciones y actividades dependen directamente de la autoridad de la Iglesia, mientras que otras dependen de las bases eclesiales o de las fuerzas religiosas consideradas por el propio derecho canónico como autónomas o exentas.

            Esta circunstancia explica que existen realidades directa o inmediatamente dependientes de la autoridad de la Iglesia –una diócesis, una parroquia, determinadas instituciones y actividades-, mientras existen también otras realidades que sólo indirecta o mediatamente se encuentran bajo la autoridad de la jerarquía de la Iglesia, como es la actividad docente o asistencia directamente realizadas por las órdenes o congregaciones religiosas, o cualquier tipo de actividad realizada por las asociaciones eclesiales o por miembros personales de la Iglesia a título particular.

            El recuerdo de la tensión entre lo público y lo privado en la sociedad civil no se puede olvidar. También en la Iglesia lo público considera que detenta prácticamente todo el poder, que es el que representa lo oficial, que es el que tiene que conceder las autorizaciones y trasmitir la misión eclesial, que sus instituciones y sus actuaciones representan directamente a la Iglesia, mientras que las actuaciones dependientes de las fuerzas privadas tienen que estar de alguna manera dependientes de las públicas y tienen  que someterse en parte a sus directrices y a su preeminencia. Es una cuestión de auto y de hetero valoración, sobre todo. El derecho canónico distingue con precisión todos estos campos de interferencia y contiene sutiles precisiones como la exención de los religiosos o la diferente gradación vinculativa de las asociaciones eclesiales. Pero, en la práctica, no son del todo infrecuentes que los comportamientos y las actuaciones de los unos no satisfacen plenamente a los otros, en ambos sentidos.

            La Iglesia, que sufre las consecuencias de ser entidad privada frente al poder público, se ve también obligada a actuar -y de hecho actúa- como una entidad pública frente a las iniciativas privadas eclesiales. Una doble función de la que se derivan múltiples actuaciones y de la que se pueden recoger enseñanzas de todo tipo, por ambas partes. Ejercer la doble función, situarse simultáneamente en ambos campos, enseña mucho a todos.

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