lunes, 14 de enero de 2013

¿SOY CABEZÓN?

          Acabo de leer un artículo en un semanario dominical sobre la OBSTINACIÓN, y esto me ha planteado una pregunta que considero adecuada para mí -los que me conoce estiman que soy muy cabezón, que no doy fácilmente mi brazo a torcer-, pero que puede resultar también interesante y oportuna para otras personas: "¿Soy yo cabezón?".
          El artículo que he leído se fija en las personas obstinadas que, estimando que siempre llevan la razón, "se enfadan, amenazan, insultan si es preciso, sacan a relucir todos sus resentimientos y menosprecian tanto como pueden a su oponente". Es una visión muy maniquea, pues el obstinado, el terco, es el "malo" que siempre defiende sus razón sin llevarla nunca. El enfoque adoptado queda muy claro con la cita de uno de los luminosos y rotundos aforismos de Baltasar Gracián: "Todos los necios son obstinados y todos los obstinados son necios". 
          La realidad es más compleja. El obstinado, muchas veces no lleva la razón; y entonces es cierto que es necio si defiende su opinión a capa y espada. Pero, en algunas o en muchas ocasiones, el obstinado defiende con tesón su razonamiento porque está convencido de que es verdadero y porque, de hecho, la razón y la verdad están de su parte. En estos casos, se podrá decir del obstinado que le gusta discutir, pero no que es cerril en la defensa de su opinión. 
          Conozco personas a las que no le gusta nada discutir, que prefieren callarse a entablar una discusión, en la que no es infrecuente llegar a un acaloramiento que a ellas les repugna visceralmente. Hay otras personas que no tienen el mínimo de confianza en sí mismas para mantener un razonamiento dialéctico, que se callan ante una opinión contraria por tener siempre miedo a perder la partida y a ser descalificados; en ocasiones, el que no quiere discutir es también porque obsesivamente piensa que los demás están contra él, que es inútil defenderse ante los que lo descalifican sistemáticamente.
    Pero conozco también personas a las que discutir no les molesta, les gusta incluso,                               porque supone confrontar las propias opiniones con las de los demás, hasta buscar -¡pacificamente!- el acuerdo o el consensuado disenso. Cuando la discusión es sobre un dato físico comprobable, hay quienes disfrutan entusiásticamente enseñando el dato verídico en la enciclopedia o en el diccionario, cosa que a otros no les gusta tanto porque, entonces, "se acaba la discusión". Pero cuando se está discutiendo de temas opinables -"cosas agibles", decía en el lenguaje de su época San Ignacio de Loyola-, la discusión no es tan fácilmente rebatible y el consenso resulta tan aceptable como el disenso.
          No tengo reparo en reconocer que me gusta discutir, mantener una conversación para defender lo que creo que es razonable. En este sentido soy "cabezón", porque no me gusta aceptar una razón que no considero válida. Pero tengo que afirmar al instante que me parece que me gusta igualmente aceptar la razón de los otros cuando me resultan convincentes los razonamientos que se me dan, sin importarme en estos casos lo más mínimo el cambiar de opinión. Espero no engañarme con esta aseveración.
          El peligro de los que somos contumaces está en: 1) oponerse siempre -o casi siempre- a las opiniones ajenas, por simple espíritu de contradicción; 2) eternizar los razonamientos y las discusiones, con una dialéctica inagotable y llevada hasta el paroxismo. De los dos extremos conozco también personas, por supuesto, y de ambos peligros quiero mantenerme atento para no caer en ellos.
          La obstinación, por tanto, no siempre es condenable. Lo que entiendo que hay que estar atentos para evitar es el no dar la razón al otro cuando se ha hecho claro que la tiene. No procede nunca defender aquello de lo que uno no está convencido. Y hay qye respetar, también, al que no le gusta discutir.           

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